Por Pedro Pesatti (*)
Movidas, seguramente, por el fuerte impulso que el proyecto de traslado de la capital federal le había dado a la reorganización territorial de la Nación -con eje en el sur del país-, las legislaturas de las provincias patagónicas crearon en 1991 el primer ámbito de integración de carácter oficial de toda la región.
Cinco años después, el 26 de junio de 1996, inspiradores, en parte, por la reunión de los parlamentos provinciales, los gobernadores firmaron el Tratado Fundacional de la Región Patagónica en el marco de lo previsto en el artículo 124 de la Constitución Nacional, un instituto incorporado durante la reforma de 1994 y que habilitó la organización de un nivel supra provincial con facultades y competencias propias.
La organización de la región prevé una conducción política en cabeza de la Asamblea de Gobernadores y dos instancias de complementación: el Parlamento Patagónico y el Foro de los Superiores Tribunales de Justicia, instancia, esta última, que se incorporó el 7 de diciembre de 1999 durante la aprobación del Estatuto de la Región en la ciudad de Neuquén.
Pero las raíces de este movimiento de integración hay que buscarlas más atrás.
En 1966, en una reunión de los gobernadores Felipe Sapag de Neuquén y de La Pampa, Ismael Amit, se estableció el primer compromiso del que se tiene registro de marchar hacia la conjunción de esfuerzos a escala regional.
Sapag dejó plasmada aquella vez una expresión de una enorme actualidad en nuestro tiempo: “Más que ayuda necesitamos plena vigencia del federalismo para realizar la grandeza que aspiramos. Este sentimiento generalizado y aglutinante, compartido sin distinciones partidarias, se ha canalizado en entusiasta y esperada unidad: se trata de que la Patagonia deje de ser una esperanza nacional para convertirse en una realidad argentina”.
El Estatuto de la Región es un verdadero manual de instrucciones para llevar a cabo un formidable proceso de integración que le permita a la Patagonia multiplicar su influencia en el desenvolvimiento general del país y para obtener, a partir de ello, beneficios que contribuyan al desarrollo de todas sus capacidades, en un contexto en el cual la región deberá luchar contra intereses que sólo tienen una mirada de corto plazo en torno al aprovechamiento de sus recursos naturales: energía, pesca, minería, etc.
La Argentina es un país que se continúa pensando desde el centro, con eje en la exportación de materias primas sin agregado de valor. Un modelo que hace mucho tiempo dejó de responder a las necesidades de todo el conjunto social, pero que pese a ello siempre pudo reinventar su importancia para subordinar a su lógica el resto de las actividades económicas. Es un modelo transversal a los gobiernos, que cambia de matices pero que en lo esencial jamás cambia. Y es un modelo excluyente, por definición.
La explotación de los recursos patagónicos no pueden quedar bajo la influencia de los factores que mantienen la vigencia del modelo hegemónico y centralista porteño, porque si ello llegara a suceder no habrá desarrollo y sólo asistiremos a un proceso de expoliación de nuestras riquezas sin beneficios que nos aseguren un futuro que nos trascienda.
El camino es la integración, el verdadero motor de la acción del desarrollo, y cuyo ámbito estratégico para construir las políticas que nos conduzcan a un protagonismo y peso regional más relevante es la Asamblea de Gobernadores.
Esa es la razón por la cual celebro que en Villa La Angostura, luego de mucho tiempo, los jefes de estado de todas las provincias patagónicas, se reúnan en función de la comunidad de problemas que enfrentamos en la coyuntura actual, para recrear el diálogo en el máximo nivel y relanzar la región en el camino estratégico de su integración plena.